lunes, 30 de octubre de 2017

Adiós, Adiós...

Alguna vez leí que, para un espíritu tranquilo, la muerte es una aventura más... pero me temo que los nuestros son inquietos...


La preocupación por el después, las creencias religiosas y el sentido que le damos en las diferentes culturas a la muerte, ha condicionado rituales funerarios muy diferentes en unos y otros confines del mundo. 

Aquellas sociedades que consideraban el cuerpo una parte esencial de la persona, han desarrollado ritos en los que se realizaban momificaciones y los cadáveres se acompañaban de objetos personales, de alimentos e incluso, a veces, de compañía para ayudar al muerto en su viaje hacia la otra vida… 

Otros pueblos, en cambio, al considerar que el alma es libre y perenne, creman el cuerpo, convencidos de que es un mero envoltorio que debe liberarse...

Acompañar, preparar la despedida y enterrar a nuestros difuntos nos caracteriza como especie. 

Así hacemos desde hace miles de años... de maneras muy distintas...

Los zoroastros consideraban un dogma fundamental la conservación de las siete creaciones: cielo, agua, fuego, tierra, plantas, animales y hombre/mujer. Para no contaminar ninguna de ellas, estaba completamente prohibido enterrar, tirar al agua o incinerar los cuerpos de los muertos. Éstos se trasladaban a las Torres del silencio, donde los cadáveres eran expuestos para que los buitres y otros animales carroñeros devorasen su carne. 

Los monjes budistas tibetanos también entregan sus difuntos a los buitres. Antes, tras el fallecimiento, rezarán los cantos del Libro de los Muertos durante tres días para ayudar a que el alma del difunto pueda alcanzar la reencarnación en la rueda de la vida.

Los yanomamis practican una ceremonia funeraria en la que las familias se comen las cenizas de los huesos de sus miembros fallecidos. Se considera un acto de fortalecimiento y unidad ya que, de este modo, la energía vital de la persona se reincorpora al grupo familiar...

¿En qué crees tú?
¡Buen día de Difuntos!

martes, 10 de octubre de 2017

Hadara, el niño avestruz

Había una vez un desierto tan inmenso que era el espacio mismo. La vida era dura, pero amable para quién sabía  escuchar el viento, conocer las estrellas o interpretar las nubes. 

En la arena de esas dunas vivía Hadara, un niño de dos años inquieto, curioso y alegre. 

Cierto día, cuando viajaba con su madre buscando pasto para sus camellos, les sorprendió una tormenta de arena...

El llanto y la desesperación de la joven Fatma no lograron atisbar al pequeño. Durante una semana le buscaron entre las inmensas fauces del desierto. 

Después, se prepararon para el duelo.

Mas Hadara no había muerto. Una hembra de avestruz lo adoptó como polluelo, ofreciéndole refugio y alimento. Así pasarían los días, que pronto se convirtieron en años. 

El pequeño sobrevivió durante 15 años entre la manada de aves corredoras, adaptándose a su particular forma de vida.

Mientras tanto, entre los pastores comenzaron a circular rumores acerca de un ser extraño que acompañaba a la manada de avestruces.

Pronto se organizarían cacerías con el objetivo de capturar a la extraña criatura. Finalmente, lograron atraparlo en algún momento del año 1910. 


Cuentan que logró reincorporarse a la vida entre humanos, aunque nunca olvidó del todo algunos tics de su larga convivencia con las aves. Casado y con dos hijos, llegó a ser un notable discípulo del sabio sufí Chej Malainin. 

Aunque su historia parece un cuento, el niño avestruz del Sáhara existió realmente...

¡Feliz semana!

martes, 3 de octubre de 2017

Pueblo de palabras y de piel amarga, dulce tu promesa...

"A un pueblo hay que ganarlo con respeto: un pueblo es algo más que una maleta perdida en la estación del tiempo, esperando sin dueño a que amanezca (...)" 


Yo quiero creer en la esperanza y en un futuro en el que mis hijos crezcan fuertes, sanos, repletos de ideas y de sueños. Quiero creer en un lugar donde existan miles de maneras para que puedan desarrollarse libres y plenos y que, en ese horizonte, mis hijas puedan hacer lo mismo.

Yo quiero llenar de tierra mis manos, de sudor mi frente y de energía mis pasos. Quiero sentir que estudié por algo, que mi vocación encuentra sendero, que el esfuerzo puede ser un verbo compartido y no un solitario ánimo.

Creo en mi y en mi capacidad para salir adelante. Y no quiero perder esa creencia, en nombre de una crisis que amordaza mis derechos y que me silencia si protesto.

Ese lugar en el que me reconozco y se reconocen mis sueños, es mi estado y mi frontera.  

Mi pueblo.

Yo quiero hablar, alto y fuerte. Poder mirar a los ojos a las sombras y al miedo. No tener que temer que, al hacerlo, me aparten del camino. Desterrar la impunidad y que no cueste tanto ser honesto o que no salga tan barato dejar de serlo. 

Yo quiero que las banderas puedan izarse porque están llenas de pueblo. No de intereses.  No de mapas articulados. No de números, ni de ecuaciones. No de letras creadas o tergiversaciones. No de corruptos que buscan una foto donde esconderse. No de bandos económicos. Ni de ruidos para arrebatar las nueces... 

Yo quiero una bandera de derechos... 

Yo quiero un pueblo al que mudarme...